filosofía para niños y anarquismo
Félix García Moriyón
Desde sus orígenes, Filosofía para Niños ha mostrado un
serio compromiso con la
democracia. Aunque se trata de un programa ambicioso con un
amplio abanico de objetivos educativos, su finalidad básica ha estado vinculada
a la posible contribución del sistema educativo a la formación de ciudadanos
libres, dotados de las destrezas cognitivas y afectivas que constituyen un
prerrequisito de una democracia genuina (Lipman, 1977).
Los primeros pasos de FpN se dieron a finales de los años
sesenta en el siglo pasado, una época de
turbulencias educativas. Muchos ciudadanos de Estados Unidos estaban
bastante preocupados con la calidad de su sistema educativo y buscaban nuevos
enfoques para la
educación. El objetivo era elevar los estándares educativos
para alcanzar un nivel más aceptable. Era también una época de confusión
política y social, en la que se daban al mismo tiempo grandes temores y grandes
esperanzas en todo el mundo. Fue un período de una elevada actividad política,
con gente luchando por un mundo mejor. Los países colonizados alcanzaban la
independencia y autonomía, los jóvenes buscaban modos alternativos de vida y
una sociedad más democrática, los negros luchaban por sus derechos sociales en
Estados Unidos y las mujeres reclamaban un reconocimiento total en el campo
social, político y laboral.
Durante esos años difíciles, Matthew Lipman desarrolló
las ideas básicas que abrieron el camino a la creación del currículo de FpN. Su
idea básica, sencilla pero fecunda, fue
vincular la filosofía y la
educación. A continuación aplicó esta tesis fundamental a los
objetivos de la educación en sociedades democráticas, o en sociedades que se
presentan a sí mismas como democráticas.
Siguiendo algunas ideas básicas puestas de manifiesto por Dewey y otros
filósofos de Estados Unidos, Lipman aceptó la creencia de que en la medida en
que queramos vivir en sociedades democráticas serán necesarias personas
autónomas y solidarias, capaces de pensar por sí mismas de un modo crítico,
cuidadoso y creativo, siempre dispuestas a cooperar con los demás. Ese tipo de
personas solo puede desarrollarse si las formamos desde el primer momento de su
proceso de socialización en la práctica de las destrezas y disposiciones
básicas que se necesitan para lograr esos estándares democráticos (García,
2002).
La contribución más innovadora de Lipman fue proponer que la
filosofía se convirtiera en un ingrediente básico en el currículo escolar. Su
tesis era que la filosofía desde sus orígenes en Grecia había realizado un gran
esfuerzo en el ámbito de la calidad y rigor del pensamiento. En ese aspecto
había efectuado una apreciable aportación a la democracia. Lipman
no se quedaba en dicha constatación sino que daba un paso más y mantenía que los
niños antes de la adolescencia podían hacer filosofía pues poseían las
destrezas que se necesitan para filosofar. Es más, los niños poseían la
capacidad de asombro y curiosidad que pueden activar la reflexión filosófica mostrando
además un interés especial por los conceptos fundamentales propios de la tradición filosófica, como son la verdad, la
bondad, la belleza, la realidad y la identidad personal. Si hacemos filosofía
con niños pequeños desde que tienen tres o cuatro años de edad, crecerán como
personas autónomas y cooperativas al tiempo que desarrollan una actitud crítica
y abierta ante el mundo en el que viven. Desde esta perspectiva, la educación
es una condición necesaria, aunque no suficiente de las sociedades
democráticas. Se necesitan muchas más cosas para cumplir con los ideales
democráticos en las sociedades actuales. La educación realiza una contribución
fundamental al empoderamiento de los niños. Se trata de una herramienta potente
para ayudar a la gente a superar las desigualdades sociales, desarrollando sus
propias capacidades tanto cuanto sea posible de tal modo que puedan adquirir el
estatus social que se merecen de acuerdo con su esfuerzo personal. De este
modo, el sistema educativo ofrece a los estudiantes un medio perfecto para
romper las limitaciones sociales.
No todos los enfoques o estilos educativos cumplen con las
exigencias propias de una sociedad democrática. De hecho, el sistema académico
normal está sesgado habitualmente a favor de una socialización y normalización
de los jóvenes a quienes fuerza para que se sometan a las normas sociales sin
prestar especial atención a sus necesidades individuales. Tampoco se concede
especial atención a las habilidades de pensamiento superior críticas, creativas
y cuidadosas que los niños van a necesitar para hacer frente a los problemas
propios de una sociedad abierta. Y lo que todavía es más grave: mientras que
mantiene que está orientado por la igualdad de oportunidades, en realidad el
sistema escolar legitima las desigualdades sociales existentes. Freire, un
educador contemporáneo de Lipman, estableció una distinción clara entre el
concepto bancario de educación y el modo crítico de educar a los niños y los
jóvenes. Lipman, que siempre manifestó su proximidad a las ideas de Freire,
puso el énfasis en la relación que existe entre un modo específico de enseñar y
la democracia.
Transformar la clase en una comunidad de investigación es un
rasgo central en el programa de filosofía para niños. El nuevo papel del
profesor como facilitador de un diálogo filosófico representa otro rasgo
distintivo del estilo educativo de la manera que tiene Lipman de entender la
educación democrática.
Tomarse la democracia en serio
La dimensión política del programa, tal y como acabo de
describirla, ha sido aceptada por la mayoría de las personas que en todo el
mundo aplican la filosofía para niños. Prácticamente todos ellos muestran un
parecido compromiso con la democracia y se guían por principios democráticos en
su práctica educativa. Obviamente no todos
comparten un mismo concepto de democracia, lo cual no debe sorprendernos
puesto que esas discrepancias son algo intrínseco a las sociedades
democráticas. La democracia es un concepto muy amplio, con una larga historia y
diferentes maneras de interpretarla y aplicarla.
La tesis principal de este artículo es que los pensadores y
militantes anarquistas se han tomado la democracia en serio y han ofrecido un
enfoque de la política y de la educación que guarda una gran similitud con las
ideas desarrolladas por Lipman en sus libros y artículos teóricos (Marshal,
1993). Si bien no hay citas explícitas de ningún pensador anarquista en las
obras de Lipman, estuvo familiarizado con sus ideas políticas y mostró interés
por el modelo educativo de Tolstoi. Al final de su vida, Tolstoi, un anarquista
poco corriente, creó una escuela en Yasnaia Poliana en la que los niños podían
aprender sin la presión de profesores y programas, simplemente por la alegría
de aprender y pensar por sí mismos en un ambiente abierto en el que aprendían y
trabajaban en compañía de sus compañeros (Tolstoi, 1978). Yasnaia Polaina fue
una escuela parecida a las creadas por otros educadores anarquistas como Faure,
Pelloutier y Robin. Estaba de acuerdo con las reflexiones educativas de los más
prominentes pensadores anarquistas, como Bakunin, Kropotkin o Mella.
Lejos del estereotipo de anarquista descrito por Joseph
Conrad en su novela, El agente Secreto,
los anarquistas eran y siguen siendo personas que muestran un profundo
compromiso con los ideales democráticos a los que apelan los gobiernos de
nuestras sociedades para gozar de legitimidad ante los ciudadanos, si bien con
más frecuencia de la debida esos mismos gobiernos los incumplen con total
impunidad. Intentaron mantener unidos los tres grandes ideales de la Revolución Francesa :
libertad, igualdad y fraternidad (García, 1986 y 2001). Percibieron igualmente
que esos tres grandes ideales constituían un poderoso instrumento para luchar
contra gobernantes despóticos, ya fueran sociales o políticos.
Al igual que otros militantes socialistas, los anarquistas
han sido muy sensibles a la explotación económica de los trabajadores por sus
empresarios, aunque se diferencian posiblemente por haber insistido mucho más
en la opresión que en la
explotación. Su tesis es que la miseria social y la
infelicidad están íntimamente relacionadas con las relaciones opresoras que la
minoría impone a la
mayoría. El poder corrompe y el poder absoluto corrompe
absolutamente, y lo que es más, el poder atrae a la gente corrompible. Por este
motivo, los anarquistas creen que se deben dividir los poderes tanto como sea
posible (Goldman, 1969). El objetivo es crear instituciones sociales que
impidan el crecimiento de todo intento promovido por los poderosos para controlar
y oprimir. Es necesario, por tanto,
privar del poder a los poderosos, pero si analizamos el problema del poder
desde el punto de vista de aquellos que padecen la opresión, resulta obvio que
estos necesitan más poder, no menos. Por tanto, debemos empoderar a la gente de
tal modo que puedan resistirse al poder y exigir por sí mismos la libertad. Nadie
puede dar la libertad a nadie; la libertad nunca es una concesión de la
sociedad sino más bien una conquista de las personas que luchan por el
reconocimiento. Esta lucha no se produce solamente en el ámbito político, sino
en todas las instituciones sociales: la familia patriarcal, la escuela, los
sindicatos o las iglesias.
Mientras que el los siglos XIX y XX se produjo una escisión
política entre quienes ponían el énfasis en la libertad individual frente a
quienes tenían mayor interés por la igualdad social, los anarquistas ofrecieron
un enfoque más equilibrado de la vida social. Consideraban que no existe
libertad real a no ser que disfrutemos de igualdad social. Al mismo tiempo, esa
igualdad puede ser negativa si exige el sacrificio de la libertad individual.
De acuerdo con ese enfoque, la clave para una vida social rica es mantener
juntas la igualdad y la
libertad. Bakunin nos recuerda que nuestra libertad no
empieza donde termina la libertad de los demás, como mantenían los pensadores
liberales. Sucede más bien lo contrario, mi libertad empieza donde comienza la
libertad del otro; sólo soy libre si todas las demás personas que me rodean son
libres también y reconocen mi libertad como seres humanos libres (Bakunin,
1990). En un mundo en el que hay amos y esclavos, tienes que tomar partido: o
estás con los amos, oprimiendo a la gente, o estás de parte de los esclavos
luchando por un mundo libre. Por otro lado, la igualdad nada tiene que ver con
la uniformidad social o la castración de las iniciativas individuales. Guarda
relación más bien con la difusión del poder en la sociedad, de tal modo que
nadie pueda nunca controlar a otras personas (García, 1979).
El frágil equilibrio entre la libertad y la igualdad se
puede alcanzar gracias a otro concepto básico del anarquismo, el del apoyo
mutuo. No somos lobos esteparios, como sugiere Herman Hesse en su novela, y
tampoco estamos viviendo en una guerra de todos contra todos, seres humanos
solitarios, pobres, malos, brutales, que claman por un soberano poderoso que
les cuide, como describía Hobbes a sus coetáneos. Somos seres nacidos en compañía de otros, que desde el
principio necesitan la ayuda de los demás para sobrevivir. Todos poseemos una tendencia
innata a cooperar porque solo quienes están dispuestos a trabajar junto con sus
compañeros pueden superar las dificultades que les plantea el medio ambiente.
Kropokin escribió un hermoso libro, El Apoyo Mutuo (Kropotkin,
1970), en el que refutaba las ideas de Huxley y de otros darwinistas sociales
quienes estaban defendiendo una versión moderna de la idea hobbesiana de la
guerra universal: la vida es lucha y solo los seres humanos más poderosos
podrán sobrevivir.
educación y libertad
Los pensadores y militantes anarquistas mantienen, por
tanto, que lo que perjudica más a la sociedad es el problema del poder y la opresión. Partiendo
de este análisis, insisten vivamente en la necesidad de encontrar modos de
superar la
opresión. Estrategias como el de federalismo o la separación
de poderes ofrecían instrumentos específicos para evitar la concentración de
demasiado poder en las manos de pocas personas. Sin embargo, era necesario
hacer algo más puesto que la participación activa de las personas que viven en
una determinada sociedad es una condición necesaria para que puedan llegar a
ser una sociedad democrática, con un gobierno que realmente este formado por
gente que trabaja para el pueblo.
El concepto anarquista de una democracia participativa exige
unos ciudadanos activos e ilustrados. Es un concepto similar al que tenían
políticos y filósofos de los siglos XVII y XVIII desde Locke hasta Kant. Para
esos pensadores, la educación constituía un elemento necesario en el camino
hacia la democracia.
Solo las personas bien educadas e ilustradas podrían expresar
con claridad sus ideas, luchar por ellas y defenderlas. Hay un dicho anarquista
que sintetiza con claridad y distinción el papel que asignaban a la educación:
«la ignorancia es el alimento de la esclavitud» (García, 1986). En la medida en
que el pueblo siguiera siendo ignorante y analfabeto, no tendrían capacidad de
resistir a la
dominación. A las minorías ricas les resultaría más sencillo
mantener el control de los asuntos sociales, económicos y políticos.
A lo largo del siglo XIX, una gran parte de la clase
trabajadora luchó por mejorar las condiciones laborales y por conseguir el
derecho a participar en, y ejercer el control sobre, las instituciones
políticas. Se dieron cuenta de que necesitaban conseguir acceder al sistema
educativo para recibir la educación necesaria para aspirar a mejores puestos de
trabajo y a un estatus social más elevado. Los anarquistas, no obstante,
aspiraba a la igualdad y el apoyo mutuo. No insistían, por tanto, en el tema de
la igualdad de oportunidades pues dicho planteamiento parece estar de acuerdo
con una competición social en la que los ganadores obtienen el estatus social
más elevado, limitando sus exigencias de justicia a que la lucha por el estatus
social sea una lucha limpia. Por el contrario, los anarquistas están bastante
más interesados por una sociedad en la que todo el mundo tiene las capacidades
suficientes para contribuir a una vida social mejor en general, en la que cada
persona recibe de acuerdo con sus necesidades y aporta de acuerdo con sus
capacidades, una sociedad regida por la cooperación y no por la competición. De
acuerdo con esto, el objetivo de la educación era desarrollar personas libres
y empoderadas, personas críticas y
cooperativas con el deseo de trabajar para llevar a buen término sus
aspiraciones personales sin renunciar a las aspiraciones de quienes les
rodeaban.
Para ello es necesaria la educación, pero no cualquier tipo
de educación. Desde el inicio de la escolarización universal y obligatoria en
las sociedades modernas, los anarquistas
criticaron el papel de la escuela como poderoso instrumento de control
social. Anticipando los sagaces análisis de Foucault sobre el papel
disciplinario de la escuela en la creación de gente «normal», los teóricos
anarquistas denunciaron las escuelas como un sistema en el que eran omnipresentes las relaciones
de poder (May, 1994). El profesorado, trabajando en un sistema que tenía sus
propias reglas internas de funcionamiento, disciplina y castiga a los niños, subordinando
la educación a la tarea prioritaria de inculcar la obediencia y la sumisión en
la mente de esos niños. Esta ha sido una crítica constante que aparece con los
padres fundadores del anarquismo, como Bakunin, y continúa en el período de
Paul Goodman (Estados Unidos en las décadas de los 50 y 60 del pasado siglo), y
que se mantiene hoy en día (Goodman, 1960; Díaz y García, 1974; Chomsky, 2006).
Por esta razón, muchos anarquistas decidieron crear sus propias escuelas, como
La Ruse de Faure en Francia o la escuela racionalista de Ferrer Guardia en
España.
A. S. Neill compartía este punto de vista cuando creó su
famosa escuela en Summerhill. La escuela de Neil proporciona un buen ejemplo de
un modelo educativo próximo al de los anarquistas. A pesar de ello, Summerhill
carecía del impulso social y político de los pensadores anarquistas, personas
comprometidas seriamente con los problemas sociales y políticos. Fue
precisamente ese compromiso político el que llevó a los anarquistas a ampliar
su idea de un pueblo ilustrado y una sociedad libre a un ámbito social más
amplio. Publicaron libros, panfletos, revistas y periódicos, crearon escuelas
para adultos, sobre todo trabajadores, y todo ello con la finalidad de
denunciar una sociedad opresora al mismo tiempo que invitar a la gente a que se
les uniera en su sueño de una sociedad libre e igual basada en el apoyo mutuo (Lida, 1973).
Eso es lo que expresaba Buenaventura Durruti con una frase famosa pronunciada
durante la guerra civil: «llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones», un
mundo nuevo que querían compartir con todos los seres humanos, ayudándoles a
romper las cadenas de la opresión y la explotación. En
definitiva, habían sido los trabajadores quienes habían construido los palacios
y las ciudades y después de la revolución volverían a construirlos, esta vez
casas nuevas y mejores para la gente, no palacios para los poderosos.
Al mismo tiempo, una prensa libre y abierta en la que se
realiza un esfuerzo permanente por difundir las ideas es una condición
necesaria para una democracia digna de ese nombre. Los anarquistas se dieron
cuenta, sin embargo, de que el control social se basa con frecuencia en el uso
de una prensa «libre» que apoya la ideología de la clase dominante. Noam Chomsky
utilizó una frase de un periodista de los años 30 como título de un libro en el
que ofrecía una descarnada descripción de la situación (Chomsky y Herman, 1988).
La prensa libre se había convertido en el nuevo instrumento de la clase
dirigente para garantizar el control social. Una combinación de propaganda,
información sesgada y puras mentiras ha contribuido a la fabricación del
consenso. Walter Lipman ,
junto con otros filósofos como Ortega en España, pensaba que el mundo se estaba
haciendo demasiado complejo como para que la mayoría de los ciudadanos pudieran
entenderlo. La prensa asumía la tarea de fabricar el consenso de tal manera que
la élite pudiera conseguir un control eficaz sobre la estabilidad social. De
este modo, la democracia queda reducida al gobierno de la élite social que,
como en el siglo XVIII, gobierna para el pueblo pero sin el pueblo. Esta élite
propone un despotismo benevolente e ilustrado. De hecho, gobierna en su propio
beneficio.
Si bien las ideas de Dewey sobre este tema pueden estar
próximas a las afirmaciones de Lipman y algunas personas del círculo
intelectual de Dewey simpatizan con la idea de una élite dirigente, el mismo
Dewey creía que el público, esto es, el pueblo, podía formar una «Gran
Comunidad» que podría ser educada en los problemas sociales y políticos,
formular juicios bien informados y llegar a soluciones para los problemas
sociales. La democracia para Dewey, como para los anarquistas, es un proceso
continuo de comunicación abierto y público en el que los prejuicios tienen la
oportunidad de contrarrestarse y en la que una mayoría activa de personas bien
educadas e informadas consiguen evitar que una minoría de privilegiados se
hagan con el control de la vida social (Dewey, 2004).
Empoderar a los niños
La aportación que la educación puede hacer a la enseñanza
depende mucho del estilo de educación que ofrezcamos a los niños y jóvenes.
Como pensaban Paul Goodman y los anarquistas clásicos, la mayor parte del
sistema educativo está orientado al adoctrinamiento de los niños, asegurando
que más adelante, cuando sean personas adultas, aceptarán las normas sociales
previamente establecidas. Una de las
lecciones fundamentales que los niños aprenden en la escuela es que hay
personas que dan órdenes y que lo mejor y lo más seguro que pueden hacer es
someterse a su autoridad y poder; en oras palabras, aprenden a obedecer sin
rechistar. La interiorización profunda de la disciplina y la obediencia son
logros indisputables del sistema educativo. En esta sociedad en la que una
minoría mantiene el control de la vida social, la clase dominante utiliza las
escuelas como un perfecto instrumento para imponer sus objetivos, que no son
otros que los de preservar el estatus de la clase dirigente y mantener su
capacidad de oprimir y explotar tanto como les sea necesario (Mella, 1978). Si
queremos una educación que estimule las relaciones democráticas, tenemos que
dejar de convertir a todos los niños en ladrillos del muro opresor. Debemos
romper los opresivos muros de la escuela, la no-educación que ofrece el profesorado
corriente y hacer justo lo contrario: dejar solos a los niños, ayudándoles al
mismo tiempo a llegar a ser personas libres capaces de pensar por sí mismas.
Bakunin compartía con muchos de sus contemporáneos la idea
de que los niños eran personas «disminuidas», que buscaban y necesitaban el
control y el cuidado de los adultos para superar los problemas de su vida
cotidiana. Sin embargo, insistía en que era necesario educarlos de tal modo que
su educación fuera un crecimiento ininterrumpido de la libertad. Incluso
si resulta necesario mantener un control estricto de las actividades de los
niños en los primeros años de la escolarización, este control debe disminuir
paso a paso hasta que haya desaparecido completamente al final de período
escolar obligatorio. El proyecto social del currículo escolar, oculto o
abierto, va desde un currículo centrado en la autoridad hasta el máximo nivel
de libertad. La única manera que tienen las personas de aprender a ser libres
es ejerciendo su libertad (Brossio, 1994).
En muchas escuelas, el proceso va justo en dirección
contraria. Cuando los niños empiezan la educación obligatoria, es corriente que
mantengan una mente abierta, llena de curiosidad y de asombro. No dejan de
plantear preguntas, porque el mundo que les rodea es una fuente inagotable de
experiencias y observan asombrados ese mundo. Buscan dotar de sentido su
experiencia y su vida e intentan organizar sus pensamientos según van
decidiendo lo que hacen. Con el paso de los años y de la escolarización ocurre,
sin embargo, algo curioso: pierden una gran parte de esa frescura originaria.
Se dan cuenta de que muchas preguntas son inadecuadas según interiorizan que el
proceso de aprendizaje es el proceso de interiorizar el conocimiento y las
normas de los adultos. Los estudiantes empiezan a verse a sí mismos como
recipientes vacíos que deben ser llenado por los profesores, cuyo papel está
más próximo al del señor o amo que al de un compañero cuidadoso y compasivo que
les presta su apoyo (Meirieu, 1998).
Los pensadores anarquistas del siglo XIX, influidos por las
ideas de Rousseau acerca de la infancia y la educación, mantenían que los niños
nacen libres y buenos y que pierde su libertad y su bondad como consecuencia de
las influencias sociales. El único modo de contrarrestar este triste desarrollo
consiste en ofrecer a los niños un modelo diferente de educación, en el que los
niños mismos se conviertan en el centro de atención. Desde este punto de vista,
mantenemos que las diferencias entre niños y adultos son diferencias de grado,
nunca de clase, tienes las mismas capacidades latentes, aunque carecen de
experiencia, de dominio del lenguaje y de otras habilidades sociales y
cognitivas que se necesitan para vivir en un mundo social complejo.
Los niños no son recipientes vacíos que los adultos pueden
llenar con ideas pasadas de moda y estancadas. Tampoco podemos reducir la
educación a un proceso de transmitir a los niños las normas y destrezas que el
profesorado considera que les van a ser necesarias en un futuro. Los niños son individuos,
seres humanos únicos e irrepetibles. Deben descubrir su propio camino en el
mundo que les ha tocado vivir, un mundo al que sólo podrán enfrentarse si
estimulamos las capacidades que les permitirán construir su propia personalidad
así como las herramientas con las que podrán contribuir a una transformación
social que les permita avanzar hacia un mundo más justo. No queremos que se
conviertan en ciudadanos obedientes en nuestras sociedades opresoras, algo que
destacaba Ricardo Mella. Tampoco decimos que deban crecer para convertirse en
buenos anarquistas. Por el contrario, el desafío consiste en ayudarles a pensar
por sí mismos y llegar a ser quienes son.
Por tanto, hay que tratar a los niños desde el primer
momento como personas en sentido pleno; debemos escucharles y aceptar
seriamente sus preguntas y sugerencias. Tenemos que cultivar su pensamiento y
sus destrezas afectivas, todas esas destrezas que los seres humanos necesitan
para criticar lo que debe ser criticado en nuestra sociedad y descubrir caminos
nuevos, muy diferentes a los que recorrieron sus predecesores, padres, madres y
profesorado. Debemos igualmente alimentar su carácter, en especial los rasgos
de fuerza del yo y coraje para transformar la sociedad (Red, 1944). La lucha por el reconocimiento no es sencilla
y necesitarán ser fuertes y valientes para hacer frente a los enemigos de una
sociedad libre, igual y fraterna. No existe otro modo de desarrollar esas
destrezas que el de transformar la escuela en un lugar seguro y democrático en
el que los niños tienen la oportunidad de ponerlas en práctica.
Todas las personas que estamos familiarizadas con Filosofía
para Niños podemos percibir fácilmente las semejanzas, incluso las estrechas
coincidencias, entre esos ideales anarquistas y el énfasis que el programa pone
en transformar el aula en una comunidad de investigación, una comunidad
caracterizada por el diálogo y modelada de manera cooperativa a partir de las
aportaciones cuidadosas y argumentadas de quienes en ella participan. Trabajamos para fomentar una comunidad
comprometida con el empoderamiento de los niños que, como indican Sharp y
Splitter, es un lugar en el que los individuos tienen la experiencia de
dialogar con los demás como iguales y pueden participar en una investigación pública
y compartida. Si los niños tienen la oportunidad de tener esa experiencia, es
probable que terminen siendo capaces de adoptar un papel activo en la
configuración de una sociedad democrática (Splitter
y Sharp, 1995). Esta es una comunidad que va más allá de los muros
escolares, haciendo posible que toda la escuela se transforme en una
institución verdaderamente democrática.
La idea crucial de la colaboración planteada como corazón
del proceso educativo es también una de las ideas básicas de la teoría y
práctica educativas de los anarquistas. Aunque la ideología libertaria es
identificada normalmente, y también de forma correcta, con el fuerte valor que
se da al individuo, su insistencia en el valor del apoyo mutuo tiene también
extraordinaria importancia. Fue un anarquista, Kropotkin, quien combatió con
firmeza las ideas de los darwinistas sociales como Huxley, el cual ofrecía una
versión hobbesiana de la supervivencia de los más aptos en la lucha por la vida
propuesta por Darwin. Kropotkin, apoyado en la fuerza de sus argumentos y de la
evidencia empírica que acumuló como geógrafo en Siberia, mantuvo una
interpretación comunitaria: en la lucha por la vida, aquellos que cooperan con
otros seres en su lucha con el entorno son los que sobreviven. Es, por tanto,
el apoyo mutuo
y no la lucha universal y constante la fuerza que impulsa realmente la
evolución (Kropotkin, 1970).
Es por eso por lo que los anarquistas han intentado mantener
un equilibrio entre el individuo y la comunidad. Nadie debe arrodillarse
ante nadie, en especial ante quienes alegan superioridad intelectual o
económica en su intento de justificar sus injustos privilegios políticos y
sociales. No hemos nacido para vivir de rodillas, suplicando siempre el favor
de los poderosos; hemos nacido libres y debemos seguir siendo libres, luchando
por ello. Como dejó bien claro Proudhon, la vida social debe basarse siempre en
el libre acuerdo entre los seres humanos, pactos a los que uno se adhiere
libremente y que uno rompe también libremente cuando se da cuenta de que las
consecuencias no son aceptables para su desarrollo personal (Proudhon, 1970).
Al mismo tiempo, la gente necesita la colaboración y están siempre dispuestos a
establecer las condiciones de una cooperación justa. La lucha por el reconocimiento
y el apoyo mutuo
están estrechamente ligados el uno al otro.
El único modo de que la escuela pueda llegar a ser una
institución liberadora, por tanto, es conseguir ese equilibrio entre el
empoderamiento de los niños individualmente considerados y la promoción del
aprendizaje cooperativo. Este es también el sentido profundo de la comunidad de
investigación: organizar un ambiente en el que, como decía Freire, nadie enseñe
a nadie y los seres humanos se eduquen en comunidad. La relación educativa básica entre el
alumnado y el profesorado deja de seguir el modelo tradicional de arriba abajo.
Más bien los niños descubren que pueden aprender de sus compañeros; es más,
descubren y comprueban que el talante cooperativo de la comunidad de
investigación, comprometida en la búsqueda de la verdad, es precisamente el
rasgo que marca las diferencias. Están en un ambiente en el que los profesores facilitan el diálogo
abierto entre los niños, un diálogo en el que cada niño puede defender su punto
de vista, siempre que ofrezcan las mejores razones que conocen. Aprender
también a escuchar con atención los puntos de vista de sus compañeros, por si
sus razones fueran más sólidas y pudieran convencerles de la necesidad de
cambiar sus ideas previas. Es un enfoque que coincide totalmente con la
comunidad de descubrimiento científico defendida por Peirce, pero también es un
buen modelo de una sociedad ilustrada tal y como la imaginaba Kant y
otros filósofos del siglo XVIII. Por último, equivale en gran medida al modelo
de sociedad anarquista por el que luchaban Proudhon, Bakunin y Kropotkin, los
padres fundadores del anarquismo.
No existe una solución definitiva para los problemas humanos
Todo el planteamiento de la comunidad de investigación va
acompañado de la propuesta falibilista de Peirce, una tesis epistemológica que
es coherente con el método científico desarrollado por la tradición occidental.
De acuerdo con las ideas filosóficas de Peirce sobre el conocimiento y la
creencia, no existe ninguna creencia, opinión o punto de vista que esté tan
bien justificada y avalada por evidencias tan sólidas que no pueda ser falsa
tarde o temprano. El falibilismo mantiene la tesis de que no existen
justificaciones finales o concluyentes para nuestras creencias. No se trata de
una actitud escéptica ante el conocimiento o ante la posibilidad de justificar
nuestras creencias. Se limita a resaltar la necesidad de una búsqueda
permanente de la verdad, un largo proceso en el que cada nueva evidencia
representa tan solo un momento de descanso intelectual que nos lleva a nuevos
problemas y nos permite recuperar las energías para seguir buscando la verdad.
El falibilismo refuerza el valor de la comunidad de
investigación en el sentido de que, tan pronto como una persona admite la
posibilidad de estar equivocada, por más que piense que está en lo cierto,
estará dispuesta a escuchar con atención los puntos de vista de otras personas
y los argumentos que ofrecen, para avanzar en algo tan importante como la
búsqueda de la verdad. Las
personas en una comunidad de investigación desean pasar sus ideas por el
filtro de las creencias y las opiniones
de otros miembros de la
comunidad. Incluso aunque estén convencidos de la
justificación de sus creencias, permanecen conscientes de que sus opiniones son
endebles y provisionales y que llegarán a ser más sólidas y más estables cuando
esas creencias sean fabricadas conjuntamente en una comunidad de investigación.
Nadie en la comunidad dispone de un punto de vista privilegiado para dirimir la
discusión o el desacuerdo. El objetivo final de una comunidad de investigación
no es llegar a acuerdos o consensos, sino buscar la verdad. Este
compromiso lleva consigo la posibilidad, incluso la necesidad, de que la
discusión compartida termine en un desacuerdo. Los participantes no renuncian
nunca a sus creencias profundas para lograr la aceptación pública o la
conformidad; sólo modifican sus ideas cuando alguien les ofrece mejores
argumentos.
Esta ha sido igualmente la posición del anarquismo. Como
casi todos los socialistas del siglo XIX, los anarquistas adoptaron una
interpretación izquierdista del método
dialéctico de Hegel, quien mantenía que la realidad consistía en un
progresivo movimiento «dialéctico» que se desplegaba en tres momentos, la
tesis, la antítesis y la
síntesis. Este constante movimiento de contradicción y
negación lleva a un mundo racional y a una unidad reconciliada al hacer posible
que ambos extremos fueran superados en una unidad más elevada. Existen, sin
embargo, dos diferencias importantes entre el uso que los anarquistas hicieron
de la dialéctica y el que hicieron otros socialistas, en especial Marx y sus
seguidores. Para Proudhon, como para la mayoría de los anarquistas posteriores,
no existe una estadio final o una síntesis en la que se alcance la unidad y la
reconciliación como consecuencia del proceso dialéctico (Díaz, 1975).
Después de toda revolución social en la que se resuelven o
superan algunas contradicciones básicas, aparecen nuevas contradicciones
semejantes y la gente tiene que volver a luchar contra relaciones sociales
opresoras. La dialéctica anarquista está más próxima a la de Heráclito que a la de Hegel ; son conscientes
del peligro que plantea aceptar una síntesis social final. Desde el primer
momento, se dieron cuenta de que existe una tendencia que conduce a
interpretaciones totalitarias del nuevo orden social revolucionario. Ese era el
caso de la defensa marxista de la dictadura del proletariado, una tendencia
autoritaria frecuente en los socialistas que los anarquistas han combatido sin
tregua. Si aceptamos una dictadura, por muy provisional que sea, se convertirá
en permanente. El poder y la opresión se reproducen a sí mismos; son siempre
medios equivocados para alcanzar un buen fin.
El característico enfoque marxista de la síntesis dialéctica
ha provocado también otra consecuencia equivocada y peligrosa. Los líderes de
los partidos socialistas y comunistas se han considerado a sí mismos como la
vanguardia consciente de la clase trabajadora; se ven como las personas que
están en posesión de la conciencia de clase correcta, las únicas capaces de
interpretar la realidad social y decidir acerca de las políticas adecuadas y
necesarias par destruir las caducas relaciones sociales capitalistas y
construir una nueva sociedad proletaria sin opresión ni explotación. La
consecuencia final de esta interpretación de la dialéctica es un orden social
diferente, pero también bastante parecido: se trata de una estructura
jerárquica dirigida por una clase dirigente minoritaria e «ilustrada», con una amplia
mayoría a la que se enseña a aceptar las ideas de esos líderes ilustrados y a
obedecer sus órdenes. La insistencia en la autonomía autogestionaria de la
clase trabajadora se olvida y ya no es necesario que los trabajadores piensen y
actúen por sí mismos. Basta con recordar lo que fue la evolución de la Revolución Rusa
desde sus mismos inicios para darse cuenta del acierto de la crítica
anarquista.
La contribución de Kropotkin tuvo también una importancia
fundamental en esa superación de la versión «totalitaria» de la dialéctica. Con
ello contribuyó a que las ideas anarquistas se fundamentaran más en el método
científico, cercano al enfoque falibilista que forma parte de los pilares de la
comunidad de investigación. Kropotkin consideraba que el anarquismo era la
mejor hipótesis para explicar la evolución de la sociedad y sus problemas.
Utilizaba los procedimientos de la investigación científica del mismo modo que
los había utilizado en sus trabajos de campo en Liberia y en sus primeros
trabajos sobre economía y política (Kropotkin, 1977). Su análisis político y
sus propuestas se basaban en recoger datos empíricos y mensurables, sometidos a
específicos principios de razonamiento. Recogía datos a partir de la
observación para descubrir en el presente la omnipresencia de la cooperación
social en todos los niveles de la sociedad. La auto-corrección y el escrutinio
cuidadoso realizado por otros expertos en ciencias sociales y políticas eran
requisitos indispensables para poder ofrecer una comprensión diferente de la sociedad. Desde
este punto de vista, las clases trabajadoras y los campesinos no eran simples
personas obedientes, sino gente capaz de participar en la construcción de una
nueva sociedad libertaria.
Conclusión
Filosofía para niños constituye hoy en día un programa
educativo bien definido, pero al mismo tiempo, fiel a sus principios, es una
propuesta abierta en la que conviven estilos y formas de trabajo diferentes,
conservando el mismo aire de familia. Su compromiso con la sociedad
democrática, la autonomía de los niños, su actividad y su libertad de
pensamiento no está vinculado a ningún conjunto específico de ideas o creencias
políticas. Después de más de veinte años trabajando con el programa, asistiendo
a muchas conferencias internacionales y leyendo muchos artículos y libros, he
encontrado a personas con distintas ideas políticas, aunque la mayoría se hallaría
en lo que podemos denominar el sector «progresista» o «izquierdista» del
espectro político.
No obstante, el objetivo fundamental de este artículo es
poner de manifiesto la fuerte relación que existe entre el anarquismo y la
filosofía para niños. Si procedes de una tradición anarquista, como es mi caso,
descubres enseguida las llamativas semejanzas entre la manera de entender la
educación que está presente en filosofía para niños y la que se expresa en los
teóricos y militantes anarquistas. Esto se detecta tanto en los grandes
planteamientos educativos como en las actividades pedagógicas más concretas. El
estilo de enseñanza anarquista está muy cercano al estilo habitual que se
percibe en la comunidad implicada en hacer filosofía con niños.
Es más, descubres que los compromisos democráticos de la
filosofía para niños sintonizan mucho con las propuestas políticas y sociales
del anarquismo. Encuentras un interés similar por la democracia participativa,
en la que todos los ciudadanos tienen el derecho y el deber de participar en la
administración de los asuntos sociales y en la toma de decisiones. El objetivo
educativo es que ya no haya amos y esclavos, tan solo personas libres que
defiendan sus ideas en un diálogo abierto. Comparten igualmente una insistencia
en la simpatía hacia los otros y en el apoyo mutuo como aglutinante esencial de la vida
social. Tanto los anarquistas como la filosofía están de acuerdo en que la
cooperación y la colaboración son requisitos de una sociedad fraterna. En ambos
casos encontramos a personas que se han tomado en serio la democracia y quieren ser coherentes con sus principios.
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